domingo, 19 de octubre de 2014

Tren

Esa mañana empezaba como todas, en un sueño que cedía ante el ruido de la pava con agua hirviendo y el olor a café molido que brotaba incontenible del viejo frasco de vidrio. El crack de la tostada junto al crack de la ventana al abrirse, respirar ese aire a certidumbre, a lugares conocidos que decían buenos días, otra vez. 
La mochila sin revisar cargada al hombro, los auriculares, el reproductor en aleatorio sobre un montón de viejos discos ya escuchados que hacían un absurdo de la condición de sorpresa de la aleatoriedad y el "ojalá sea un tema de Luis", iniciaban la carrera contra el tiempo. Tarde, como ayer. 
Después, lo de siempre. La fecha del reloj en dieciocho, igual que un siete, igual que un veintitrés. La caminata entre los mundos ocultos bajo el anonimato de los desconocidos, el mirar sin ver, la ignorancia selectiva, las armonías de siempre que inconscientemente marcaban el paso hasta que el aleatorio traía una distinta vieja canción y obligaba a cambiar el ritmo a otro ya conocido de memoria, que hacía coincidir el caminar con el rojo en el semáforo, otra vez.
La misma llegada, la misma estación. El inconfundible repetido ruido de la fricción entre metales de rueda y riel en el esfuerzo del tren al frenar, la corrida hasta el andén y la puerta que se cierra antes de poder entrar. 
Todo cambió en ese instante. Detrás del grueso cristal de la puerta del vagón, la más dulce y profunda mirada era camino hacia un repetido encuentro en los sueños antes del café. Ya la conocía, ya la quería. Las manos apoyadas sobre el infranqueable cristal intentaban saber del otro lo suficiente, mientras palabras urgentes rebotaban en el bullicio y se perdían para siempre. 

El freno se soltó, no supe que hacer, ya no la vi más.
Desde ese día mis días consisten únicamente en esperar trenes, aunque en este universo de repeticiones nunca más la vuelva a encontrar, mientras intencionalmente escucho Muchacha, una canción de Luis.

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